miércoles, 14 de enero de 2009

PRÓLOGO APARENTE

Concluido este Necedarius, viceversas, etc., allá en la primavera de 1997, le remití una fotocopia a un antiguo amigo de correrías librescas, el malogrado Jorge Martínez de Paco. Su entusiasmo fue tan desconcertante y desmedido que rápidamente le sugerí que redactara una suerte de prólogo para una probable edición, a sabiendas de que propiciar esa edición no sería tarea fácil; el resultado son estos cinco "intentos" que ahora transcribo, y que, en efecto, tras diversos avatares, figuran al frente del libro que se imprimió bajo el sello del Aula de Poesía de la Universidad de Murcia (nº 7, Murcia, 1999):
Si hablamos de literatura, hay dos cosas que me repugnan por encima de las otras: el listado de los títulos más vendidos y los prólogos de encargo. Éste lo es; así que basta.
(Primer intento)
Desacralicemos la noción de arte, que algunos entusiastas se atreven a escribir con A mayúscula.
Hasta no hace mucho, yo pensaba -parapetado en la absoluta intransigencia que asiste a los juicios más célibes- que el buen crítico debía obedecer las reglas preclaras de la objetividad y situarse a distancia del objeto de su crítica, antes de decidirse a abrir la boca. Hoy, en cambio, me maravilla la perfecta urdimbre sobre la que a menudo se sostienen los juicios más equívocos, por no decir equivocados. Y es que no: el buen crítico ni es objetivo ni es distante, sino todo lo contrario. Se apasiona o no, conecta o no, percibe o no la esencial diafanidad que contiene toda obra de arte; quiero decir: toda creación humana que brote con una decidida voluntad de permanencia, más allá de sí misma y más allá de quienes la autorizan y la gozan o padecen en un momento dado. El arte, su concepto, es tan mutable como puedan serlo las generaciones de los hombres, y, por ende, las generaciones de los críticos. La obra, ese objeto creado, es arte en tanto que se proyecta hacia nosotros como un valor estético universal que nos enriquece y vigoriza, y este milagro ocurre o no ocurre solamente en virtud de las sensibilidades de los tiempos.
(Segundo intento)
A mí no me costaría demasiado esfuerzo ensartar a continuación un par de párrafos comedidos, aparentes, que afirmen sin tapujos la excelencia de las páginas que siguen, su radicalismo intuitivo, su deliberada contención, su firmeza lírica. Pero entiendo que todo sería en vano, y el derroche de papel y de tiempo, sin duda, irreparable. Además, cualquier prólogo, concertado o no con el autor, acaba erigiéndose en el excremento menos útil de cuanto, con más o menos tino, presenta y anticipa. Vale, pues.
(Tercer intento)
Ésta es mi primera aproximación crítica a un texto, y juro que será la última. Mi amistad con el autor ha sido la culpable.
Leí el manuscrito el mismo día en que me lo proporcionó, a finales de mayo, en apenas nueve minutos de reloj. Luego tardé casi tres días en releerlo de verdad, como a mí me gusta, procurando aprovecharlo al máximo. Entonces anoté cosas así: "Se sitúa a medio camino entre una imaginería de intuición vanguardista y una suerte de poética del caos que bucea, de un modo apasionado y muchas veces visceral, en las posibilidades magníficas que nos depara nuestro idioma". Y también: "Sepa de antemano quien se acerque a este libro que no hallará en él ninguna concesión, ninguna facilidad, ningún sosiego". No sé si suscribo estas palabras, pero siento que siempre irán a la zaga de aquellas otras que supieron suscitarlas.
Ahora, enzarzado en la segunda relectura, sé -y no puedo explicarlo- que se trata de un libro interminable. ¿Qué más puedo añadir a su favor?
(Cuarto intento)
No todo está dicho, ni escrito. Puede ser que los temas sean los mismos, pero el modo de decirlos lleva implícita su reformulación definitiva. El mismo ocaso es distinto según los ojos que lo ven, según los labios que lo traducen, según la fe de quien lo interpreta. Pasen y lean, sin más.
(Quinto intento)

En Trieta, a 13 de Junio de 1997
JORGE MARTÍNEZ DE PACO